Se retiraba Arda Turan del Camp Nou entre lágrimas y los atléticos se llevaban las manos a la cabeza de la incredulidad. Incredulidad porque cinco minutos antes, Diego Costa había corrido la misma “suerte”. Tocaba pelear la Liga, contra el Barcelona, en su campo, y sin tus dos mejores jugadores. Pintaba mal.
Pero nada más lejos de la realidad. Había que creer y se creyó. Los siguientes minutos fueron un guantazo para las aspiraciones culés, refortalecidas por lo que estaba pasando, y un sopapo a los aficionados rojiblancos que durante minutos pudieron dudar. Dominio territorial y el plan que no se movió ni un ápice. El gol de Alexis añadió dramatismo y sufrimiento a un plan preconcebido. Simeone había enterrado el victimismo circunscrito de manera errónea a la historia del Atlético, y no iba a permitir que resucitase en el peor momento.
El Atlético de Madrid ganó en el Camp Nou, aunque el resultado final reflejase un empate a uno. Ganó su décimo título de Liga en el mejor escenario posible. Se retiró de la tierra conquistada entre una sonora ovación del público rival que refleja lo que este equipo ha conseguido esta temporada. Lo que los medios de comunicación no quieren hacer ver más allá del póster o la camiseta de turno, con los que alguno siempre pica.
Se ganó la admiración y el respeto que durante 38 jornadas ha ido rascando. Venciendo en un pulso a dos titanes que hace un año decidieron fichar a los dos segundos mejores jugadores del mundo para ser aún más temibles. Les ha derrotado en un torneo, el de la regularidad, que (y esta es mi humilde opinión), cuesta más que por el que está a punto de luchar. Señoras y señores, no me malinterpreten. Es más importante la consecución de una Champions League. Vendería el museo del Atlético entero a precio de saldo si me garantizan la orejona en Lisboa. Pero en un año tan fratricida, con una cantidad tan ingente de partidos (los ha jugado TODOS salvo la final de Copa del Rey), y con una plantilla que no estaba diseñada, por fondo de armario, para estas metas, ha logrado lo que parecía inviable. Y esa es la grandeza del sentir rojiblanco.
El sentimiento con el que, tras el pitido final, los futbolistas del Atleti se abrazaban sobre el césped de la ciudad Condal, es la mayor clarividencia del nexo de unión entre jugadores y afición. Unos vestidos de corto y otros camino de Neptuno, pero todos emocionados. Con lágrimas en los ojos. Ese es el título que nadie, nunca, podrá quitarle a Diego Pablo Simeone. Porque más allá de Ligas, Champions o Copas del Rey, el argentino ha sido capaz de inculcar qué es el Club Atlético de Madrid en las venas de sus futbolistas. Ese es el trofeo que importa. Porque en un equipo de la grandeza histórica del Atleti –sí, grandeza-, la meta máxima es el aficionado reconociéndose a sí mismo en el verde.
Porque el beso al escudo de Diego Godín tras el gol no es el beso frío de discoteca de presentaciones multitudinarias con versos al viento del aficionado para tener la foto perfecta. Fue el beso que todos dimos. Con la misma pasión.
No estoy de acuerdo en decir que “lo mejor puede estar por venir”. Lo mejor ya lo tenemos, y es esa gente que defiende nuestro club en cada estadio. Lo que falta es la guinda que puede coronar a la guinda que ya está en el pastel. Puede ser maravilloso. Nos levantamos momentáneamente para festejar, pero toca seguir soñando con lo que otros ya tratan de festejar por anticipado. Que nadie nos arrebate nuestro orgullo.
– Imagen de cabecera: Atlético de Madrid / Ángel Gutiérrez