Vuelve la Liga de Campeones. Comienza de nuevo un camino que se antoja largo, duro y complicado. Pero, además, esta temporada viene acompañada de un mal sueño. Uno de esos con los que nos levantamos a media noche empapados en sudor, con las pulsaciones disparadas hacia el infinito y con la necesidad de beber un vaso de agua que no tenemos en nuestra mesilla de noche.

El Atlético de Madrid tiene ante sí una doble lectura: querer regocijarse en el dolor como antaño, autoproclamarse el pupas y olvidar lo cerca que estuvo de hacer claudicar al equipo más millonario del mundo; o levantarse con el orgullo intacto y seguir adelante con el plan de un entrenador que ha inyectado adrenalina, sentimiento de pertenencia y liderazgo en una entidad a la que, al mismo tiempo, sacaba el veneno del derrotismo y las caras largas de cada lunes.

No conozco mucho a Simeone, pero estoy convencido de que la primera opción está totalmente descartada. No hay derrota que empequeñezca si se le sabe sacar el lado positivo. Y Don Diego Pablo se lo ha sacado. Hace cuatro meses de la derrota en Lisboa, pero el Atlético de Madrid se ha levantado de la manera más grande posible: venciendo al Real Madrid en la Supercopa de España y en Liga. Hoy, las vitrinas del Santiago Bernabéu tienen una Champions League más, pero el orgullo de aquella noche sigue en manos de los atléticos, que ven en los títulos una recompensa al trabajo y el esfuerzo, que es con lo que ellos se casan.

Vuelve la Champions y vuelve el Atlético. Que ha salido poco por los bares de Europa, pero cuando lo ha hecho, ha ligado con las más guapas del viejo continente: dos finales, dos semifinales, dos cuartos de final, dos octavos y una eliminación en fase de grupos (que terminó con el alzamiento de la Europa League). Que empiece el sueño.