La única sangre que debería tener cabida en el fútbol es la del fragor de la batalla. La de los balones divididos o los choques fortuitos. Manchar este depore tan hermoso de una sangre que no sea esa es cargárselo. Maniatarlo de pies y manos y servirlo en bandeja de plata a los detractores de una pasión que mueve alegrías y tristezas a partes iguales, pero que va más allá de ser un simple deporte. Fusiona las rivalidades sanas con la amistad hacia personas que no conoces pero que viven con el mismo objetivo que capitaliza tu vida. Por eso lo acontecido el 30 de noviembre a las 9 de la mañana en las inmediaciones del Vicente Calderón es una vergüenza que hay que señalar sin paliativos, sin peros, con unanimidad.
Ha muerto un ULTRA perteneciente a la sección más agresiva de Riazor Blues. Y cabe matizar que ha sido un ultra y no un aficionado. Porque el aficionado es el que anima a su equipo con una bufanda en la mano. El gallego que ha llegado a Madrid y se ha tomado una cerveza con un madrileño vestido de rojiblanco. Los que viven el fútbol con esa pasión de la que hablaba antes. No puede tildarse de aficionado a un señor de 43 años que, con hijo y mujer, decide hacer 600 kilómetros para citarse con otro grupo de distinta ideología para pegarse. Lo que es en realidad ese señor es una persona sin dos dedos de frente que ha dejado huérfana a su familia de padre y marido. Que descane en paz, pero quién vivirá con la pena y la decepción será esa mujer, no su grupito encapuchado y valiente que está mañana se ha liado a machetazos, sillas, y petardos con otro grupo igual de valiente. Mismo perro con distinto collar.
Y cabe recordar, no hay que olvidar, que está muerte no tiene nada que ver con la de Aitor Zabaleta en 1998. No. Aquel acto fue aún más deleznable. Porque ese hombre sólo quería ver a su equipo. Iba acompañado por su pareja. No buscó problemas. Los problemas le buscaron a él. Y fue asesinado a conciencia por una serie de personas que jamás tendrán que ver nada con el Atletico de Madrid. Aunque muchos se empeñen en meter en el mismo saco a los padres que van con sus hijos al Estadio y a esa muchachada (y no tan muchachada) que se esconde bajo el símbolo de un escudo de fútbol para campar a sus anchas y sembrar el mal. Tienen dos muertes a sus espaldas. Y si tras la primera no hubo reacciones populares ni institucionales en el club, ahora debe haberlas.
Sí. Todos conocemos gente asociada al Frente Atlético que son personas de bien. Que aman al club y que sólo van a un Estadio a animar. Pero si no se plantan, estarán siendo cómplices. O echan a esa morralla de su grupo, o se tienen que ir ellos. Pero no pueden estar un segundo más conviviendo con asesinos. Porque no tienen otro nombre. Ni aficionados ni gaitas que se están leyendo por los medios de comunicación. Asesinos. Y asesino no es sólo el que mata, sino el que, con su comportamiento, puede matar a una persona en cualquier momento. Y éstos grupos, distribuidos por toda España, juegan a ello casi cada fin de semana.
En la mañana del 30 de noviembre de 2014 ha muerto un ultra coruñes. Pero ha muerto, o sido asesinado, a conciencia. No vino a Madrid a visitar el Reina Sofía. O a pasar un buen día en la Warner. Vino a pegarse. A pegar a otros. Fue él. Podría haber sido otro. Ha sido uno. Podrían haber sido más. Lástima que no cayesen uno a uno todos al río Manzanares. Basta ya de darles cancha. De dejarles entrar en Estadios. Que el miedo no gobierne a los que mandan y actúen como deben actuar. Para proteger a los suyos. Para proteger a los demás. Fuera los ultras agresivos del fútbol. Un deporte tan bello no debe ensuciarse con esta sangre. Ya está bien. Pongamos remedio.