Volvía la Champions League al Vicente Calderón y lo hacía en un ambiente extraño. Como el que vuelve a quedar de nuevo con esa mujer que le ha dejado tirado en el altar cuando sólo tenía que decir «sí quiero». Se miraron a la cara y se dieron una nueva oportunidad. Pero lo hicieron a regaña dientes, como el que sabe que tiene que hacer algo pero en el fondo no quiere hacerlo. El dolor fue muy amargo y las heridas aún duelen y sangran. Pero, entonces, pitó el árbitro.
Y algo sucede a las orillas del Manzanares cuando el de amarillo (o azul, o negro, como quiera Satán que vista), decide que el partido da comienzo. Las penas se quedan fuera, las lamentaciones dejan de existir y los problemas nos esperan en casa. La atmósfera que acoge el Vicente Calderón en noche de partido grande hace que el dolor no duela, que las lágrimas se evaporen, que la garganta sea nueva. Mosaico, himno y once hombres dejándose la vida en el césped. No necesitó más esa afición hastiada y exhausta, cansada de esa Orejona que no termina de dar el sí.
Empezó a rugir la gente y sus chicos empezaron a correr. Y correr. Y correr. Y también a jugar. Y jugar. Y jugar. Y, cuando todos quisieron darse cuenta, el Super Bayern estaba maniatado por un equipo que le había minimizado todas sus virtudes a la nada más absoluta, y le había encontrado las cosquillas en sus pocas pero evidentes debilidades. Algo le pasa a Carlo Ancelotti cuando aparca el autobús en el túnel, que ni su archiconocida flor como entrenador tiene efecto. Es oler a río y ver a un argentino gesticular, y el italiano parece un entrenador vulgar. No lo es.
Ganó 1-0 el Atlético al Bayern. Exactamente igual que la última vez que la Champions se vistió de gala en el Manzanares. Por entonces, los rojiblancos ya estaban en la penúltima cita y estaban buscando traje para la boda. Ahora, con el dolor muy latente. Pero algo tiene esta competición que, tras arañar el alma, te hace volver a creer en ella. El ambiente, sus equipos, la adrenalina. Esa unión y, sobre todo, él.
Simeone fue el hombre que salió más tocado de aquella infausta noche de Milán. Su castillo de naipes se cayó. Nada parecía tener sentido y puede que se viese incapaz de hacer conectar a esos muchachos de nuevo a sus creencias. Unas creencias en las que hasta él dudaba. Nada más lejos de la realidad. Le bastó ver como sus pupilos se dejaban la vida, cómo su idea se plasmaba en el terreno de juego y como una hinchada, que le amaba, obedecía a cada gesto que desde la banda él hacía. Yo no puedo negarlo. Volver a ver a ese Diego Pablo, el de traje negro inquieto, de director de orquesta y con la tensión propia de un jugador de fútbol, me hizo reengancharme. Me puso cachondo, vaya. Si él cree que, nuevamente, se puede, cómo no creer el resto. Porque, recordad, no se fracasa hasta que no se deja de intentar. Y en eso, en el sur de Madrid siempre han sido muy cabezones.
No sé cuándo, ni dónde, ni cómo, ni contra quién. Pero sé que Simeone traerá la Liga de Campeones a las vitrinas del Vicente Calderón, o de la Peineta, o del Windows 13 Stadium. Lo sé. Y, cuando lo haga, cuando gane esa puñetera copa, la cogeremos y la daremos la paliza que se merece. Hasta que sea polvo. Hasta que no quede nada físico, sólo el recuerdo. Porque darás el sí. Acabarás dando el sí.
Once.