Esas caras algún día serán las nuestras

Recuerdo esa sensación, como si aún estuviese volviendo sentado en ese autobús del demonio sin poder pegar ojo. De hecho creo que sigo volviendo, y que aún me queda un largo recorrido para llegar al destino. No puede cicatrizar la herida porque hay heridas que es mejor que permanezcan siempre abiertas. A fin de cuentas, son estos golpes los que nos hacen ser lo que somos. Saber lo que queremos. Y saber lo que no queremos.

Lisboa estará siempre señalado en rojo en mi mapa mental. Un lugar non grato en el que un trocito de mi alma se despedazó para no volver. Milán también. Pero allí no estuve de cuerpo presente. Allí no me vi tocando ninguna copa. Allí no me sentí campeón. Pero dolió igual. Porque de sobra es sabido que, cuando por alguna razón que desconocemos, nos hacemos del Atlético de Madrid, estamos firmando un contrato vinculante en el que somos conscientes de que las victorias se disfrutarán el triple, y las derrotas serán crueles y dolorosas.

Paseando por Madrid el 1 de junio me percaté de una cosa: las caras de la gente. El Liverpool llevaba demasiado tiempo sin ganar un título. El Liverpool cayó de forma cruel, representada en la figura de su portero, ante el mismo equipo que me despedazó en dos en Lisboa. Pero ahí estaban otra vez. Porque cuando dicen que el fútbol no es más que un deporte, yo tengo que echarme a reír. Decidle eso a toda esa gente que viajó hasta Madrid para ver a su equipo. Con y sin entrada. Pero con la ilusión de seguir peleando por sus sueños.

Horas después se convertían en campeones. En Madrid. En casa del Atlético de Madrid. Allí, sobre el césped del Metropolitano, estaba esa maldita Copa que tantos feos nos ha hecho a lo largo de nuestra vida. Allí, alzada al cielo de Madrid por un tipo que había perdido todas y cada una de las finales que había dirigido. Una historia que debería tatuarse más de uno, porque nadie te garantiza que deseando algo muy fuerte lo vayas a conseguir. Pero lo que está claro es que estarás más cerca de conseguirlo.

Mi más sincera enhorabuena a esa gente de Liverpool. Es difícil explicar porqué conecto con ellos. Seguramente un tal Fernando Torres tuvo algo que ver. Pero esas caras de felicidad, en esa grada, me han hecho venirme arriba. Algún día, en esas mismas butacas, los que sonrían serán otros. Y la herida de Lisboa seguirá abierta, siempre. Pero habrá merecido la pena.

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