Nunca hemos sabido muy bien qué contestar cuando nos han preguntado que por qué somos del Atleti. Esa mezcla de irracionalidad que nos ha acompañado toda la vida es lo que nos ha hecho un poco especiales. Vivir en la misma ciudad que el coco nunca ha sido fácil, pero esa resiliencia ha marcado el camino de todo aficionado rojiblanco que se precie.
Como digo, nunca hemos sabido que contestar a esa pregunta, pero yo sí podría contestar a otra: ¿por qué no dejaste de ser del Atleti?
Hace casi veinte años, la presión sometida para con los niños que vestían los colores rojo y blanco a pantalón azul era muy bestia. El Atleti había bajado a segunda división y no era ni la sombra del equipo que un buen día fue. Hasta el doblete, conseguido algunos años antes, quedaba ya lejos. No existía nada en ese club que hiciese plantearse a cualquiera que eso es lo que querían y no otra cosa.
En mi familia se ha mamado Atleti desde siempre. Entonces no había margen para la desviación. Sí para las dudas. Yo era un crío de colegio cuando el Atlético de Madrid se paseaba por campos de Segunda División mientras otros se peleaban por títulos. “¿Por qué tengo que ser yo de este equipo?” Me llegaba a preguntar. Fue entonces cuando apareció un crío con el 35 a la espalda y me disipó todas las dudas. “Soy del Atleti porque quiero ser él”.
Ese chaval con pecas, imberbe y delgaducho, se convirtió en el sustento de toda una institución centenaria. De todo un Atlético de Madrid. Salvó a toda una generación de niños de una fuga. También lo hizo con los más veteranos del lugar, otorgándoles un oasis de grandeza cuando vivían rodeados de basura y mierda. Fue el 35 que luego fue el 9 el que se echó a toda una institución a la espalda para salvarla de la quema.
“Si hubiera pedido una grada, me la hubieran dado”, llegaste a decir. Y decidiste que debías irte. El club, lejos de crecer a tu misma velocidad, te dio las llaves y firmó una carta en la que todo lo basaba en ti. Te fuiste, pero seguías. Porque tus triunfos eran un poco nuestros, como buen té encargaste de recordar siempre. Y como tú eres así, decidiste, a parte de salvar al Atlético de Madrid, hacerlo también con todo un país. Ese gol a Alemania será eterno. Ese toque, marca personal registrada, también.
Regresaste años después y, sin quererlo, volviste a ser punto de unión. Tras la mayor de las vergüenzas que pasé en las gradas del Vicente Calderón, apareció un chaval rubio con el 19 a la espalda para llenar ese estadio de ilusión y amor a unos colores. Lo sabias tú, lo sabía yo y lo sabíamos todos. Viniste para ganar un título con el club de tus amores. Hubiera dado igual no hacerlo, pero está historia debía tener ese final.
Dieciocho años después, pones punto y final a una vida que comenzó en Leganés. Dieciocho años después de, sin saberlo, salvarnos a todos. Por eso te quiero dar las gracias. Y por eso quiero pedirte un último favor: vuelve a hacerlo. Lo hiciste en el campo y ahora toca hacerlo en los despachos. Salva a este club de un mal endémico que lleva treinta años agarrando ahí. Libéranos del último de los males de este club. Un último servicio de amor.